Aproximarse al fin
de nuestros días, al límite formal de ese precipicio que supone nuestro último
reducto, signado por alguna acción preliminar de último momento, creo, se
tornará una acción inconsciente sumida en el casi imperceptible y definitivo
gran paso hacia la nada, al ya no ser, no estar.
Los accidentes no resurgen en nuestras mentes como
momentos excepcionales, son más bien esos salidos de calendario para sellarse
en el olvido.
Era un día primaveral, de aquellos donde las flores
van regando con mantos de color la cercana finalización invernal que como en la
vida, corresponden a claroscuros, a tormentas y días frescos pero aún soleados.
Mientras conducía, Radio Nacional daba información sobre el estado de
carreteras que nunca escucho. Aplicaba mis sentidos a los colores abundantes de
la vera del camino. Los girasoles en su despertar giraban hacia el sol, las
lavandas parecían perfumar una vida en constante perspectiva, los pinos rompían
con la monotonía multicolor del paisaje reunidos en racimos de arboledas
distantes unas de otras, como seres vivos que interactúan entre sí. Los
ramilletes de flores amarillas bordeando el camino indicaban vivacidad
resaltando de entre lo verde como dando un haz lumínico de constante
disparidad.
Entonado en la vaguedad de mis recuerdos, comprendí
entonces que una historia comienza cada día, que es uno el que va haciendo las
veces de personaje de su propia y novelada vida, mis padres, mis amigos, mis hijas
y Laura daban luz a cada día de mi vida como aquellas flores que en continua
alineación acompañaban mi desplazamiento iluminando mis pensamientos.
Rita, mi hija mayor me había comunicado su embarazo de
3 meses y su decisión de continuar con el mismo. Su embarazo, su enfermedad y
su solitaria existencia, se manifestaban como puntos de desencuentro, pero ella
al fin y al cabo era como su abuelo, constante, sistemática y valiente. Desde
chica había sufrido los síntomas de una
curiosa enfermedad.
La primera vez que escuché sobre aquella afección se
dio bajo circunstancias casuales, Rita apenas contaba con seis años y aunque
siempre nos había llamado la atención la tardanza de sus reflejos, nunca
hubiera imaginado que se trataba de una enfermedad, curiosa, pero enfermedad.
La tarde del descubrimiento, casualmente una florida tarde primaveral, no se
precisar el año pero fue en los ochenta. Jugábamos con Rita a los goles, teníamos un balón en el coche por si se nos
presentaba la ocasión de jugar un poco. Debo decir que siempre me he resistido
en aceptar la generalidad respecto a las pertenencias a uno u otro sexo, Rita
tenía muñecas, si, pero también balones y canicas, además casi siempre vestía
de color celeste, el rosa ha sido ocasional en su vida, aún hoy me dice que lo
ve como un color débil, un rojo que no se anima a serlo, se podría decir lo
mismo del celeste con respecto al azul. Pero en cuestión de auto imposiciones
personales, uno elije el pretexto que mas convenga para consolidar su teoría.
Esa tarde parecía haberse agudizado el problema o
quizá se nos presentara más claramente, en forma evidente. Al enviarle el
balón, Rita tardaba más tiempo de lo habitual en tomar la decisión de
devolverlo y realizar la maniobra muscular que finaliza con la acción misma,
luego, en medio de una forma inadecuada, gesticulaba o emitía alguna que otra
palabra en la más absoluta descoordinación. La falta de cohesión provenía de
una atetosis o sea de un movimiento muscular lento, pero también de una
distonía que supone una contracción de los mismos. No es que yo supiera los
términos exactos, fueron estos los que indicó el médico al diagnosticar la
enfermedad a la que no llamó por su nombre científico y que aún no se si lo
tiene, solo dijo:”le llaman la enfermedad de la parsimonia”, siguiendo con su
alocución profesional, manifestó que: “este tipo de afección puede que provenga
de una patología somática o no, puede ser una mezcla o bien puede que sea
determinada por una herencia familiar, en la mayoría de los casos se desarrolla
a estas edades y culmina en la adolescencia o con un primer embarazo, quizá
aparezca una corea de gesticulaciones inapropiadas o sin sentido. Además debo
decir –culminó – que este tipo de afecciones no es tan común en las mujeres
como si lo es en los hombres, en estos últimos es donde más se consolida en la
estadística, superando en un grado de 3 a uno al sexo femenino”.
Estas dos últimas frases me retrotrajeron en el
tiempo, en segundos se patentizó lo ocurrido con Amanda mi hermana cuando se
descubrió que los síntomas que arrastraba de pequeña provenían de una
enfermedad denominada TS. La palabra corea despertó mi atención, recordando que
el significado de esta es una danza de movimientos comúnmente denominados tics.
Por lo demás, también el síndrome de Tourette (nombre científico) es casi
privativo del género masculino. En Amanda, aún hoy debo decirlo, hay rastros de
tics como si esto tuviera una intención determinada provocada por alguna causa
externa o alguna idea subyacente en su foro interno amparada en su más íntima
convicción. La repetición – al igual que
sucedió en un principio con Rita – conduce a la habitualidad para finalizar en
una reproducción involuntaria sin causa aparente al tiempo que resulta exagerada
la forma, intensidad y frecuencia.
El hecho fue que luego de una intensa búsqueda sobre
correlación entre las dos enfermedades, se llegó a la conclusión que a pesar de
ser concordantes en los síntomas y aunque puede haber algo fundamentado en lo
genético, esto es que hay un defecto en el gen#4., todo depende de la cantidad
de copias que se traspasen de generación en generación que desemboque en la
agudización de la dolencia, en mi hija los síntomas se fueron relativizando con
el pasar de los años. Amanda menguó en la profundización de la sintomatología,
pero mantuvo inversamente a esta característica, la longitud temporal hasta
nuestro presente y aunque lejos está de componer música, comparte enfermedad
con Mozart, quizá para sobreponerse al peso de la unilateralidad de una
enfermedad incompresiblemente solitaria en la generalidad de la regla.
Mientras mis pensamientos vagaban por los personajes
cercanos que han alimentado mi vida, la conducción se había convertido en
monótona. Los colores ya no asombraban y la falta de contraste y ebullición
seductiva habían convertido mi desplazamiento por el camino primaveral de aquel
multicolor de incandescente perspectiva en la tenue mirada confundida en el
infinito de mi parabrisas.
Un ruido ensordecedor me alejó de mis pensamientos, un
golpe seco sobre el lado izquierdo viró el coche que siguió su recorrido
desplazándose inercialmente hacia uno de los lados de la calzada. El momento
fue eterno, regresaron a mi las imágenes de una vida en segundos, los
altibajos, las reyertas, lo positivo y algunas veces incoherente de mi
estancia, que como aquellas florecillas amarillas, daban un haz de luz suave,
determinante para aquellos interminables segundos de dislate, al compás de un
concierto de lacerantes latosos sonidos.
Sentí que algo salía de mi mismo, un desplazamiento de
mis sensoriales aptitudes que iban alejando de su núcleo hacia el lado
contrario sobre el cual se movía toda aquella materia estridente.
Un silencio comenzó a ahondar el momento, un agudo
dolor intercostal, mis piernas entumecidas y mi cabeza virando otra vez sobre
pensamientos ahora confusos enrevesados, y un líquido rojizamente pardo
comenzaba a bullir desde el centro de mi abdómen, sintiéndome mojado, quizá con
más dudas que humedad, dudas sobre certezas de las que había hecho causa, sobre
las que había cabalgado convencido en razones inalterables, razones propias
quizá ejercidas en forma egoísta, un balance atónito de rápido y cruel
contenido me indicaba como principio un fin que coloreaba todas las imágenes
del instante.
Sin precisar el tiempo transcurrido me adjudiqué una
idea absurda: “Un ateo en el cielo”, pensé en lo inconmensurable del trance de
sentir mis primeros olores mortales, olores conscientes de un nuevo nacimiento
pero ahora en la muerte. Suave y despaciosamente entreabrí mis ojos en lo que
supuestamente era el cielo que según cartel indicativo residía en alguna parte
del continente europeo, mas precisamente en Suiza. Leia apenas: SCHILLER, Swiss
made, sonreí con unas pocas fuerzas convincentes y pensé en Frederick Schiller
ese poeta alemán que tanto había costado adosar a mi preferencia literaria
hasta que con su poema “Éxtasis por Laura” terminó por convencerme.
Quizá la blancura y asepsia del lugar me indicaban que
estaba en el paraíso, sabía que el paraíso tiene siete puertas, dudé de mi
perspicacia de saber cual golpear, solo sabía que para llegar a él había que
cumplir el protocolo de estar muerto.
Pronto entendí que Schiller era una marca de medidores de signos vitales antes que poéticos y que el cielo no estaba en Suiza sino en la habitación 106 de un hospital perdido en un valle rodeado de montañas. Así mi desvanecido cuerpo, no titubeó a instantes seguidos en percibir una presencia sobredimensionada, alguien que con su simple respiración cercana daba placidez a mi decaída vitalidad. Su mano sobre el borde izquierdo de mi cama y su sonrisa implacablemente cordial daban curso a la mía, que en un estado soñoliento agradecía en contagiosa correspondencia. Dormía y por momentos volvía a surgir desde las sábanas como el alter ego de mi mismo para manifestar mi consecuente permanencia a este mundo letal, volviendo a caer en aquel sopor inducido por la medicina y el estado de mi convalides. Sin embargo, Móris allí estaba, en medio de mis alegaciones de presencia soñolienta y mi ambiental y total desaparición.
Su presencia, esta vez, fue casi sin palabras, aunque lo que siempre simboliza Móris (aún sin decirlo en palabras) despertaba mi interés y debía cumplimentar su pregunta buscando la respuesta que me era sugerida subrepticiamente, pero era su forma de hacerlo, con autoridad pero sin que se note demasiado, creando intriga y nunca en forma insistente. Era como si su voz, fuera mi propia voz, la voz de aquel amigo invisible que vivía en la terraza de mi infancia, como si se hubiera materializado para preguntar por mis respuestas, para responder por mis preguntas.
Esa tarde de accidente simplemente atinó a decir:
“solo lo provisorio dura y tu lo eres, eres provisorio, lo ocurrido es una contingencia, que como todas las contingencias, de mucho transitarlas se convierten en vida”.